Durante los días de mi niñez habían pocos televisores en el barrio, en mi casa teníamos uno enorme de marca Bolocco en blanco y negro que nos peleábamos con toda nuestra familia para ver los dos canales disponibles con los cuales contábamos.
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La última tele que tuve al frente. |
Nuestra primera tele a color llegó el año 1988, cuando mi abuelo se ganó la Polla Gol. Era una philip Trenset (o algo así) de 14 pulgadas y con control remoto que se instaló en la pieza que compartía con mi papá. Por primera vez experimenté la libertad de ver lo que yo quería sin necesidad de negociar, y creo que coincidió con la llegada a mi región del canal 13. Las opciones se multiplicaban exponencialmente, tan así que un amigo poeta de mi papá empezó a volverse asiduo a nuestra casa sólo para ver televisión abierta, y durante los partidos de fútbol mi pieza se convertía en un antro lleno de viejos huachacas y olor a cerveza.
Luego, a los 16, experimenté la revolución de la televisión por cable: de 6 canales de pronto tuve 50, con películas subtituladas y sin censura que alimentaron mi curiosidad adolescente y mi falta de recursos para alquilar en los videoclubs, MTV que en ese entonces mostraba músicas raras del mundo anglosajón. Cuántos maratones de películas raras del I Sat y el Cinemax cuyos nombres no recuerdo, cuántas páginas y páginas de las guías mensuales que mi papá y yo marcábamos con los programas y películas que planificábamos ver y que rara vez terminábamos viendo, y por supuesto, las insoportables horas de tedio sin encontrar en todos esos canales absolutamente ningún programa que valiese la pena hasta que me rendía y prendía la radio.
Si alguien me hubiese anunciado entonces que después de los 30 eliminaría la televisión de mi vida lo hubiera encontrado lo más descabellado del mundo. No me perdía las teleseries del 13 (ni las más malas) aunque mi abuela se obstinara a ver las del nacional en el living y yo terminara viendo las dos a saltos. Ni los estelares llenos de gente rarísima, ni las noticias, ni los reportajes internacionales y los escasos documentales que llegaban a la tevé abierta.
Fue cuando empecé a estudiar periodismo (y sacaron el cable de mi casa) que comencé a a alejarme de la pantallita idiota a comienzos del nuevo milenio, cuando la programación empezó a banalizarse, los noticiarios empezaron a ser secuestrados por las noticias policiales y las notas de tendencias y las discusiones políticas empezaron a desaparecer frente a las de farándula. También en ese entonces empecé a informarme de verdad mientras desarrollaba la conciencia de que los medios tergiversan la realidad y crean discusiones artificiales que mis amigos y yo ya no nos interesaba mucho seguir.
A los 22 tuve mi primera pieza solo, la de mi abuelo, que había fallecido, y ya no prendí más la tele que había en el lugar hasta que con el paso de los meses se la terminé cediendo a mi abuela. Sólo intervenía en lo que se sintonizaba en mi casa cuando se les ocurría poner el Morandé con Compañía, el Mea Culpa y otras asquerosidades de la misma calaña morbosa.
La tevé se transformó en aquel placer culpable que sólo reconocía cuando me sentía en confianza y confesaba que igual veía SQP, y las teleseries mexicanas como la Gata Salvaje, buscándole la gracia por el lado absurdo mientras mi abuela iba siendo capturada para siempre por la demencia senil que comenzaba a manifestarse cuando afirmaba a quien la escuchara "la tele es mi compañera". No era la única, un montón de amigos y amantes de mi edad desarrollaban la manía de mantener la tele prendida sólo para sentirse acompañados ante mi estupor. Me iba acostumbrando a la música, y luego al silencio.
Durante mi pololeo más serio. por un par de meses idílicos logré desterrar la televisión de la pieza de mi ex hasta que finalmente cedí a la presión y tuve mi última cuota de programas. Después de dos años, nuestros desayunos frente al matinal fueron señal inequívoca del desgaste inexorable de nuestra relación. Con mi partida de Coquimbo, la televisión se despidió de mi cotidiano.
Después de casi 30 años llenos de recuerdos de programas, personajes, escenas históricas de toda clase que permanecer grabadas en mi memoria, cada vez que en algún restaurante o en alguna de las casas que aún mantienen aquella costumbre respiro aliviado al darme cuenta que hay rostros que ya no reconozco. Coberturas excesivas como aquella de la visita del papa apenas son un eco para mi. Igual a través de redes sociales capto algunas cosas sueltas, pero no me creo tan soberano como para asegurar que elijo todo lo que veo y cómo me informo. No obstante, mis conversaciones ya no están condenadas a reproducir el peso de la actualidad y así no logro comunicarme con un monton de personas.
Escucho los ladridos de los perros, las peleas de los gatos, los autos que pasan frente a mi ventana, las alrededor de 20 variedades de pajaritos que se pasean por mi jardín y por las noches los ecos de algún carrete. La conquista de la copa américa de la selección chilena se sintió como una ovación impresionante desde mi ventana, y a veces me pregunto cómo pude vivir tantos años frente a una pantalla pasiva.
No obstante, la pantalla del android y del pc aún permanecen capturando mi atención, aunque de manera distinta. Como ahora.