lunes, 15 de junio de 2020

Sobrecarga de estímulos

Existe una paradoja manifiesta entre la pandemia que de un día para otro nos ha relegado de una forma u otra a espacios minúsculos desde los cuales nos vemos compelidos a concentrar todas nuestras actividades e inquietudes. Trabajo desde el computador para los más privilegiados, emprendimientos, clases online, improvisaciones, vídeos chistosos, noticias, rumores, entradas de blog, videoconferencias, historias de Instagram, recetas de cocinas, denuncias, funas, películas, series, lecturas y un enorme etcétera se suceden a lo largo de nuestras jornadas alternándose con los momentos de alimentación, entretenimiento,  comunicación y en último lugar el improductivo y culposo descanso, que muchas veces se traduce en procrastinación. 

Nuestra circulación e interacción social puede detenerse, nuestra productividad jamás. 

Y yo, que inevitablemente tengo una compulsión inevitable por llevar la contraria, adopto el estoicismo de Bartleby y prefiero no hacer, interpretando este tiempo como un espacio de introspección y detención.

Claro, no hay familia que dependa de mi trabajo para alimentarse ni satisfacer sus necesidades (o satisfactores como decía Max Neef) y luego de dejar de trabajar logré algunos ahorros que puedo estirar, volviendo a la austeridad del cocinar regularmente, y no gastar mucho en cosas no tan necesarias como ropa, libros, herramientas, objetos de cocina, artículos de belleza y cuidado personal tratando de arreglármelas con los que ya tengo y funcionan y cruzando los dedos para que se reduzcan los imponderables al mínimo. 

He prestado poca atención a las noticias de la pandemia, he visto pocas series y películas nuevas, no me he animado a aprender cosas nuevas principalmente porque en años anteriores dejar de obsesionarme en iniciar nuevos caminos y reducir las opciones disponibles requirió toneladas de energía y sentimientos de culpabilidad y, por mucho que la necesidad de mantener un quehacer creciente para no desactualizarme sea mandatorio y me he dedicado a las labores domésticas, a la contemplación de mis sentimientos y pensamientos, provocando periódicos quebraderos de cabeza y angustias mentales y uno que otro estallido literario, o dedicación culinaria, o momento de aseo profundo.

Compruebo que uno desperdicia tanta energía pensando en qué hacer que el estar en donde uno está se convierte en algo insoportable. No puedo mirar por más de cinco minutos por la ventana y apenas alcanzo a hacer un par de fotos para contemplarlas después y subirlas a instagram a ver a quiénes les gusta.(porque no tengo tantos seguidores con la mayoría de los que tengo los conozco y con algunos de ellos mantenemos una cierta interacción nutritiva de inspirarnos a través de mensajes que generan un amago de empatía)


Son tantos estímulos, tan pocas las ganas de predicar, generar discusiones binarias y tan imperativa la necesidad de expresarse, comunicarse y generar mensajes que he decidido resucitar este blog para ver si, en vez de predicar, puedo mostrar de dónde vienen las cosas que pienso y observo al interactuar con el mundo cada vez más aparente e inventado. 


martes, 19 de junio de 2018

La paradoja del conflicto

James Hillman es un psiquiatra estadounidense que acuña un interesante concepto que es el de "monoteísmo cultural" a partir del cual resulta sencillo explicar el origen de todas aquellas diferencias de opinión que día a día se reproducen a través de nuestras producciones culturales. De acuerdo a su teoría, nuestro inconsciente está conformado por una estructura de arquetipos cuyo análogo más directo son las mitologías politeístas, dando preponderancia en sus escritos a la grecorromana.

Si hacemos una revisión de panteones a lo largo del mundo nos daremos cuenta que sus miembros son retratados con cualidades humanas y estableciendo dinámicas de mutualismo y conflicto que suelen alternarse entre sí. De lo poco que sabemos acerca de las culturas antiguas no se conocen casos de guerras entre panteones, apenas algunas escaramuzas entre adoradores de distintos dioses. Es más, muchos panteones han adoptado algunas imágenes de dioses foráneos y de la misma manera existen deidades que se han paseado a lo largo de diversas culturas, al menos en el núcleo mediterráneo.   Incluso, algunos investigadores y charlatanes se han atrevido a establecer, con mayor o menor exactitud y fortuna, interesantes paralelos entre culturas mesoamericanas y mediterráneas.

Yin y yang en su constante devenir


El monoteísmo, que nació en el medio oriente y se expandió a lo largo del globo, es una religión con un fuerte sentido patriarcal, donde un dios en el cielo es origen y fin último de toda la creación y todo, incluyendo aquello que no lo desea, termina subordinándose a él. Si bien, durante los últimos 200 años esta idea de deidad ha sido de algún modo reemplazada por la razón y la ciencia, la humanidad ha terminado desarrollando un sistema social y económico con principios globales e indiscutidos, como las nociones de progreso y desarrollo, una creciente dependencia de la tecnología que nos ha permitido liberarnos de un montón de tareas cotidianas y limitaciones geográficas y culturales logrados a partir de un desarrollo industrial y tecnológico acelerado y constante.

 Raúl Ruiz, prolífico director de cine chileno, en sus poéticas del cine desarrolla otro, similar al anterior, que es el de la dictadura del "conflicto central" que en su vertiente política está caracterizada por la "lucha de clases" descrita por Marx y cuyo antecedente más directo es la dialéctica griega, donde básicamente nos encontramos con un incesante enfrentamiento entre dos fuerzas antagónicas que en su devenir conforman la realidad como la conocemos. El cine que Ruiz desarrolla, y sus teorías, ponen su atencion en aquellas zonas grises donde ese conflicto se desdibuja, o lisa y llanamente desaparece. Cuando elegimos no elegir, cuando nos dejamos arrastrar por las fuerzas invisibles. Paradójicamente, uno de los ejemplos que Ruiz utiliza para ilustrar sus puntos de vista es el "conflicto" (o juego, como prefiere llamarlo) entre dos principios, Misterio, que busca esconder, y Ministerio, que busca explicar. Los antiguos chinos, a su vez, desarrollaron el libro de las mutaciones, donde se refleja la alternancia eterna entre dos polaridades definidas como yin y yang y sus permutaciones matemáticas, conflicto que nuestros antepasados mapuches imaginaron como la lucha de las serpientes tren-tren y kaikaivilú.

Así, todas nuestras interacciones sociales están definidas en términos dialécticos. Las historias que consumimos muestran siempre el enfrentamiento del "bien" contra el "mal". Los medios de comunicación de masas buscan generar y alimentar debates públicos en base a los acontecimientos determinados como relevantes que tradicionalmente se estructuran en torno a dos posturas antagónicas fundamentales, hay historiadores como Sergio Villalobos que advierten contra el peligro de los "tres tercios" y defienden el sistema binominal que, con algunas cosméticas modificaciones, todavía subsiste en la actualidad. Los heroes y villanos son definidos en torno a algún aspecto limitado de su personalidad a partir del cual son amados y odiados por partes iguales de acuerdo al punto de vista desde el cual se los mire.

Las fuerzas antagónicas jamás se anulan entre sí, sin ellas no existe devenir posible. El término de un conflicto nos obliga a buscarnos otro, de naturaleza distinta, en algún otro ámbito y sin embargo a menudo nos sentimos inclinados hacia uno u otro lado de la balanza, impidiéndonos ver que somos fruto de la conjunción y relación de ambas fuerzas. "Y nosotros, que pensamos en la felicidad creciente, sentiríamos la emoción que casi nos consterna cuando algo feliz se derrumba." decía sin embargo el gran poeta Rainier María Rilke ya a comienzos del siglo XX, luego de que el filósofo Nietzche proclamara con estruendo "Dios ha muerto" y sin embargo seguimos haciendo como si estuviese vivo, o nos vemos obligados a resucitarlo una y otra vez hasta que la muerte resulta poco menos que un descanso transitorio, como podemos comporobar observando las grandes mitologías modernas contenidas en los universos superheroicos de las grandes compañías de comics norteamericanas que durante este siglo se encuentran traspasándose en forma masiva al cine de entretención luego de 50 años de historias ininterrumpidas, de crisis existenciales y conflictos cada vez a mayor escala, donde universos completos nacen y mueren como quien se toma una taza de café, y sin embargo el conflicto siempre se las arregla para subsistir.

 Hasta que dejemos de contarnos historias y volvamos a observar con distancia e involucramiento el acontecer, y nos demos cuenta que ese conflicto es sólo un punto de vista intercambiable, como enseñaban los viejos mitos. Cuando el paso del tiempo y el invierno, el descanso y la muerte ya no son temidos ni glorificados, simplemente son estados cambiantes que también nos traen maravillas por descubrir.



miércoles, 30 de mayo de 2018

Cómo desarrollé el paladar (soy lo que como) 1

"La pobreza lo pone a uno creativo" decía un amigo cuando en su casa saltéabamos zanahorias y betarragas para acompañar unos fideos insípidos que a decir verdad quedaban bien sabrosos. En esos tiempos mi sustento estaba asegurado con el arriendo de la casa en la cual vivo hace dos años y la pensión de mi abuela alcanzaba para una dieta llena de cosas ricas y, por cierto sanas y lo más naturales posibles en esta era en que las semillas transgénicas abundan y cualquier intento de alimentación saludable implica un cierto grado de ceguera o ingenuidad.

Desde chico fui malacostumbrado a comer aparte, quizás por esos llantos desgarradores y desesperantes que solía emitir mi abuela me cocinaba aparte y libre quedaba de los caldos de huesos, de los guisos y charquicanes, de los bistec de hígado y su textura harinosa, de las guatitas, chunchules y huevos de pescado que solía traer en esos años donde la variedad alimentaria era un lujo y la comida se repetía a ritmos regulares durante años. Legumbres, tallarines un tanto recocidos, arroz mazamorriento con bistec de corazón o carne molida o vienesas, cazuelas de carne y siempre un plato de ensalada de zanahoria rallada, tomates en mi plato especial con forma de pescado y un postre de manzana rallada con jugo de naranja. Desayunaba y merendaba pan con mantequilla, a veces con super kao sin leche, a veces con te supremo de bolsa, que entonces sabía a té. A veces papas fritas, y cuando no habia pan bollos dulces o salados. A mi abuela no le gustaba mucho cocinar, pero se esmeraba en darle variedad a nuestra dieta. El pollo, el queso, la mermelada, el yoghurt, el manjar de tarro que entonces se preparaba, la coca cola, la mortadela y el pescado frito (que sólo podía ser jurel, mi favorito, o la merluza que nunca me gustó mucho) eran lujos reservados unos pocos días al mes. La leche del consultorio se transformaba en un rico manjar para que yo la consumiera y de vez en cuando no faltaba el queque horneado en casa. Siendo "pobre" de acuerdo a los estándares macroeconómicos que no entendía pese a que en casa se compraba sagradamente La Tercera los domingos uno comía menos, pero relativamente sano. No faltaba su golosina de vez en cuando, y a veces mi viejo me llevaba a comer completos a la schopería Kika del empalme. La comida se compraba en pequeños mercados, de gente conocida, y el pan que transportaba en bolsas de género en el negocio de la vuelta de Don Ernesto, que había sido marino mercante y de vez en cuando contaba una que otra historia.



Todo cambió con la llegada de la democracia. Empezó a haber más abundancia, la coca cola se convirtió en semanal, el pollo apareció con más frecuencia y menos sabor. Fui creciendo y ya no tomaba súper kao, sino té como los grandes. Mi abuela me compraba galletas en el mercado después de la escuela, y en los días escasos tomaba sopa de avena. El pollo frito con papas fritas era un manjar gourmet para mí y empecé a comer cereales al desayuno como los niños gringos.

Mi abuela coleccionaba unos fasículos de recetas que venían con el diario y empecé a conocer la variedad infinita de platos y postres que existían. Muchos de ellos no tenían cabida en mi hogar porque pertenecían a otras culturas y sus ingredientes no se conseguían en ninguno de nuestros mercados coquimbanos.

Todo eso iría cambiando a medida que crecía, visitaba otras casas y mis mañas se veían confrontadas a otros paladares. Descubrí que el queque de la vecina era más rico porque le echaba aceite de vainilla y las cazuelas que preparaba eran más sabrosas porque tenían comino y porotos verdes. Probé la leche con plátano convencido de que no tenía leche y entre burlas tuve que admitir que me gustó.

 A los 13, la mamá de un amigo que tenía negocio y era facha pobre me acorraló un domingo y me obligó a probar las empanadas de pino porque cómo era posible que no me gustaran si era chileno y descubrí que no eran tan malas como su aspecto. Otra vecina venía del sur  y nos daba piñones de araucaria que eran entretenidos de pelar y sabrosos de comer.

Mi progenitor contaba la historia de cómo desarrolló asco a las nueces luego de comerlas todo un verano en Illapel. A mí me pasó con la mermelada de damasco y el pan con tomate y mayonesa que devoraba aquellos veranos adolescentes donde el mundo se sentía tan pequeño frente a la música que empezaba a oir en las radios locales, pero esa es otra historia.

domingo, 1 de abril de 2018

Mis días sin tele

Durante los días de mi niñez habían pocos televisores en el barrio, en mi casa teníamos uno enorme de marca Bolocco en blanco y negro que nos peleábamos con toda nuestra familia para ver los dos canales disponibles con los cuales contábamos.


La última tele que tuve al frente.

Nuestra primera tele a color llegó el año 1988, cuando mi abuelo se ganó la Polla Gol. Era una philip Trenset (o algo así) de 14 pulgadas y con control remoto que se instaló en la pieza que compartía con mi papá. Por primera vez experimenté la libertad de ver lo que yo quería sin necesidad de negociar, y creo que coincidió con la llegada a mi región del canal 13. Las opciones se multiplicaban exponencialmente, tan así que un amigo poeta de mi papá empezó a volverse asiduo a nuestra casa sólo para ver televisión abierta, y durante los partidos de fútbol mi pieza se convertía en un antro lleno de viejos huachacas y olor a cerveza.

Luego, a los 16, experimenté la revolución de la televisión por cable: de 6 canales de pronto tuve 50, con películas subtituladas y sin censura que alimentaron mi curiosidad adolescente y mi falta de recursos para alquilar en los videoclubs, MTV que en ese entonces mostraba músicas raras del mundo anglosajón. Cuántos maratones de películas raras del I Sat y el Cinemax cuyos nombres no recuerdo, cuántas páginas y páginas de las guías mensuales que mi papá y yo marcábamos con los programas y películas que planificábamos ver y que rara vez terminábamos  viendo, y por supuesto, las insoportables horas de tedio sin encontrar en todos esos canales absolutamente ningún programa que valiese la pena hasta que me rendía y prendía la radio.

Si alguien me hubiese anunciado entonces que después de los 30 eliminaría la televisión de mi vida lo hubiera encontrado lo más descabellado del mundo. No me perdía las teleseries del 13 (ni las más malas) aunque mi abuela se obstinara a ver las del nacional en el living y yo terminara viendo las dos a saltos. Ni los estelares llenos de gente rarísima, ni las noticias, ni los reportajes internacionales y los escasos documentales que llegaban a la tevé abierta.

Fue cuando empecé a estudiar periodismo (y sacaron el cable de mi casa) que comencé a a alejarme de la pantallita idiota a comienzos del nuevo milenio, cuando la programación empezó a banalizarse, los noticiarios empezaron a ser secuestrados por las noticias policiales y las notas de tendencias y las discusiones políticas empezaron a desaparecer frente a las de farándula. También en ese entonces empecé a informarme de verdad mientras desarrollaba la conciencia de que los medios tergiversan la realidad y crean discusiones artificiales que mis amigos y yo ya no nos interesaba mucho seguir.

A los 22 tuve mi primera pieza solo, la de mi abuelo, que había fallecido,  y ya no prendí más la tele que había en el lugar hasta que con el paso de los meses se la terminé cediendo a mi abuela. Sólo intervenía en lo que se sintonizaba en mi casa cuando se les ocurría poner el Morandé con Compañía, el Mea Culpa y otras asquerosidades de la misma calaña morbosa. 

 La tevé se transformó en aquel placer culpable que sólo reconocía cuando me sentía en confianza y confesaba que igual veía SQP, y las teleseries mexicanas como la Gata Salvaje, buscándole la gracia por el lado absurdo mientras mi abuela iba siendo capturada para siempre por la demencia senil que comenzaba a manifestarse cuando afirmaba a quien la escuchara "la tele es mi compañera". No era la única, un montón de amigos y amantes de mi edad desarrollaban la manía de mantener la tele prendida sólo para sentirse acompañados ante mi estupor. Me iba acostumbrando a la música, y luego al silencio.

Durante mi pololeo más serio. por un par de meses idílicos logré desterrar la televisión de la pieza de mi ex hasta que finalmente cedí a la presión y tuve mi última cuota de programas. Después de dos años, nuestros desayunos frente al matinal fueron señal inequívoca del desgaste inexorable de nuestra relación. Con mi partida de Coquimbo, la televisión se despidió de mi cotidiano.

Después de casi 30 años llenos de recuerdos de programas, personajes, escenas históricas de toda clase que permanecer grabadas en mi memoria, cada vez que en algún restaurante o en alguna de las casas que aún mantienen aquella costumbre respiro aliviado al darme cuenta que hay rostros que ya no reconozco. Coberturas excesivas como aquella de la visita del papa apenas son un eco para mi. Igual a través de redes sociales capto algunas cosas sueltas, pero no me creo tan soberano como para asegurar que elijo todo lo que veo y cómo me informo. No obstante, mis conversaciones ya no están condenadas a reproducir el peso de la actualidad y así no logro comunicarme con un monton de personas.

Escucho los ladridos de los perros, las peleas de los gatos, los autos que pasan frente a mi ventana, las alrededor de 20 variedades de pajaritos que se pasean por mi jardín y por las noches los ecos de algún carrete. La conquista de la copa américa de la selección chilena se sintió como una ovación impresionante desde mi ventana, y a veces me pregunto cómo pude vivir tantos años frente a una pantalla pasiva.

No obstante, la pantalla del android y del pc aún permanecen capturando mi atención, aunque de manera distinta. Como ahora. 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Una noche de cueca con Las Cuequetas

Pertenezco a una generación donde la cueca estaba muerta. Crecí escuchando bandas anglosajonas y todo ese cuento de las espuelas, el pañuelo y el poncho me resultaba lejano y aburrido. Fui victima del apagón cultural de la dictadura y sin embargo desde que vivo en Valparaíso me he ido encontrando con chiquillxs veinteañerxs para quienes la cueca esta mas viva que nunca. Antonia de Las Cuequetas es una de ellxs, cuando la escuche cantar  no pude dejar de escucharla. Me deje envolver por su voz melodiosa, clara y profunda y mas de alguno de sus versos de desamor quedo dándome vueltas.
Me entere que aparte de sus trovas tenia una banda, y ocurrió que me las encontré en un lugar llamado la Boca del Lobo. Al verme me reconoció y me invito a quedarme a ver el show. Entonces pude comprobar que tan vivo esta este baile nacional del que aun tanto desconocemos. La cueca que interpretaron esa noche le debe mucho al cercano oriente, al África negra que vive en medio de nosotros aunque a algunos les duela reconocerlo. Una cueca sensual, llena de gracia, de virilidad y profundamente auténtica. Una cueca matriarcal, pagana y poderosa para eso que está naciendo de las heridas del chile de mentira que a todos nos duele de una forma u otra.

Las cuatro chicas que componen el conjunto crean un ambiente sobrenatural con su armonía de voces que le cantan a la lunita, a la sangre y a sus machos, logrando hacer participar a todo el público en un ambiente festivo y alegre. Universitarixs, extranjerxs y burgueses pachamámicos reviviendo en conjunto un ritual de las entrañas de aquello que nos une. Fue una experiencia nueva y también profundamente antigua, y hasta quien escribe cayó victima del embrujo y trato de emular con mas corazón que gracia el baile que aquella noche si sentí nacional, vivo y hacia adelante. A las chicas se les uniría un carismático acordeonista que bailaba y hacia piruetas mientras tocaba, un contrabajista picado a jazzista que resulto ser un gran bailarín y hasta un saxofonista, actualizando el rito con toda la herencia occidental que ya vive en nosotros. Y las Cuequetas por supuesto, cada una robando escena con su carisma, desplante y coquetería, interactuando con los asistentes, tirando tallas, bailando cuando nadie mas se atrevía en un show que cada noche se actualiza a partir de este ritmo profundo, rasgueado y misterioso que vuelve a habitarnos en estas noches porteñas de principios de milenio.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Siempre me han gustado las historias acerca de paradojas temporales, donde la linealidad se rompe y percibimos por un instante cómo la realidad se estira, se comprime y se dobla para mostrarnos un acontecimiento desde múltiples perspectivas donde no existe una única lectura. En una red de espejos las historias se reflejan multiplicando sus puntos de vista a niveles insospechados.
Mis poemas tenían esa capacidad. Más de una vez al hojear algún viejo cuaderno pude verme anunciado en noches de febril y ansiosa actividad alternada con un par de cigarrillos en la puerta de mi casa en Coquimbo. Tuve miedo de mis proyecciones y los quemé en un intento por liberarme de ellas. Ahora comprendo que al quemarlas las he liberado al mundo para encontrármelas en toda clase de escenarios. Acaso este escrito haya sido anunciado en alguna Liserco vespertina rumbo al hogar, o el mensaje que aquel hombre oscuro en la estación tenía que darme si no hubiese huido aquella noche...